Perdonar-se.-

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Perdonar es morir internamente para el sufrimiento.


Es soltar, sin regateos, el fardo inútil del pasado que ya no es, pero que adentro nuestro nunca supimos "resolver".


Es dejar los cadáveres del ayer descansar en la paz de un corazón que nada les reclama, para que lo mejor de ellos, que es también lo mejor nuestro, libre del peso absurdo de tener que mantener vivo en uno el recuerdo de la herida, pueda florecer en la alegría y la liviandad de un espítitu que se hace nuevo cada día.


Y que los muertos entierren a sus muertos; pues cargar con muertos no deja vivir ni revive a los que ya se fueron.


Perdonar es morir para el rencor, para el ansia de revancha que nos corroe las entrañas.


Es soltar el recuerdo, la pintura mental de la herida con que una vez la verdad nos despertó, y que nosotros nos hemos encargado de re-crear día trás día.


Una vez, un ser herido de desamor e inconsciencia nos tiró el golpe, y nosotros, apegados a otra espectativa lo recibimos, entre incrédulos y abrumados por la sorpresa de constatar aún sin saberlo, que ni papá ni mamá eran gigantes, ni así tampoco los fabulosos adultos "grandes" lo eran.


De ahí en más, golpe más o golpe menos, "decidimos" dar la espalda a nuestra vulnerabilidad, y en su lugar, la memoria de la herida y la anticipación mental de su regreso han sido la temática por excelencia de nuestra mente.


Y eso es la herida, el recordar la herida y re-crearla constantemente para que "no me vaya a pasar otra vez algo que me haga sentir de nuevo así".
¿Así cómo?
Así mismo como el recuerdo contante y la fantasía del "daño por venir" me lo hacen sentir en este momento, así como en cada momento en que pienso en ello.


La retorcida oración de un cerebro así, es más o menos algo como: "aýudame señor a ser herido mil veces, cien mil veces anticipadamente, para no sufrir "otra vez" inesperadamente."


Esa es nuestra "esperanza".


Y el precio que pagamos por no estar dispuestos a olvidar, a soltar, a perdonar.


El precio por nuestra "seguridad" psicológica.


Que por supuesto no existe más que en nuestra fantasía, pués la vida trae placer y dolor por igual, y esto jamás va a cambiar.


O sea que como estrategia "preventiva", el recordar y cargar con el sentimiento de la herida, es totalmente ineficaz.


Y como contrapartida, nos "asegura" que, además de mantenernos vulnerables a cualquier otra cosa que traiga la vida, vamos a sufrir permanentemente por el recuerdo, por esa imágen que la mente no suelta, y con la cual nos laceramos una y mil y cien mil veces más de lo que la realidad lo hizo.


Responabilizamos por ello a la vida, a dios, al estado, al mundo, al destino, a los astros, a la madre que nos parió, a adán y a eva, a la capa de ozono, al perro del vecino y a lo que sea que se nos cruce por enfrente.


¿Pero quién es el responsable de seguir en su mente haciéndose una y otra vez aquello que ya pasó, que en la realidad ya no es más ni lo será?


¿Quién?


Exácto; uno mismo.


La palabra evoca la imágen, y este contiene-recrea el sentimiento de dolor interior que-es-la-herida.


Recordar es pensar sobre lo que ya no es.


Y la vida jamás se repite.


Sólo la memoria lo hace.


No soltamos el sentimiento de haber sido heridos injustamente, para tener en nuestra fantasía, el "derecho" a sentir odio, tristeza, y sed de destrucción. A sentirnos perpetuamente resentidos.
Sin exagerar.


Y porque además hemos sido educados para "no olvidar"; para cargar en la memoria el recuerdo de la afrenta o el insulto, de la mañana a la noche, y de esta al día siguiente, a la semana siguiente, al resto de la vida, y a las generaciones venideras de no poder nosotros "resolverlo" antes.


A cada generación que aparece sobre esta tierra, nos encargamos de cargarlos inevitablemente con el fardo de lo que nosotros no hemos podido soltar.


Incluso llegamos a hacer de eso nuestra identidad, como personas y como naciones.


Se suma a ello la lástima por uno mismo, que provoca ese sentimiento "tan dulce", tan de "desprotegido", que el sentirse la eterna víctima, "el que todos apalean sin que él les haga nada" se transforma más que en identidad, en un imperativo.


A estas alturas creo que ya es obvio...

"LA CRUZ QUE QUISIERAS ECHAR SOBRE LOS OTROS, LA CARGARÁS TÚ MISMO, INDEFECTIBLEMENTE."


"No olvido la tristeza y el dolor que me provocaste, para poder enrostrártelo cada vez que me veas."

"Me concentro en lo que me dolió para que no me vaya a invadir la primavera, y me olvide así de reclamártelo."

"Me visto con los desamores y sinsabores, con toda la amargura de que soy capaz, para que tú no te sientas con derecho a ser feliz en mi presencia ni donde quiera que yo pueda pensarte."


Es seguir "viviendo" permanentemente en un pasado que ya no es, negándose a vivir un presente que no se deja nunca florecer.


Por ello, perdonar es perdonarse, y reconocerse vulnerable, inmensa y dichosamente vulnerable, para sentir, para vivir, para amar y volver a sonreir.


Es darse nuevamente el derecho a sentir sin tener que anticipar ni "guiarse" por la experiencia condicionente del pasado.


Es decir ya basta de prolongar ad infinitum este dolor inútilmente, como el obligado luto de nuestras viudas a perpetuidad, consagrado en nuestra cultura, que equipara sufrimiento con elevación espiritual y negación de la vida con complacencia de dios.


Perdonar es animarse a decirse lo que hay que decirse, claro y en voz alta, y llorar todas las lágrimas que un día no se lloraron, sin poner ya más excusas ni justificaciones, sin más razones ni reclamos, sin tratar de "entender" o de hacerse fuerte; más es también dejar de negarle su lugar en nuestra alma a la alegría, al real contento, ese que emana de la vida misma en nosotros, sin motivo, por el sólo hecho de estar vivos.


Es dejarse amar por el presente, amando lo que somos gracias a lo que fuimos.


Y es reconocer desde la nada que todos somos, que somos apenas seres humanos, ciegos, heridos, y asustados, tirando manotazos a las tinieblas, sin siquiera darnos cuenta de a quien lastimamos cuando contra otros nos golpeamos.


No son los actos de los demás los que nos hieren.


Son en realidad nuestros pensamientos sobre estos mismos actos.


La idea de que lo que fue no debía haber sido.

Y la de que fue, no por inconciencia de sus actores, sino por la "mala intención" de los victimarios.


Esas son las dos patas sobre las cuales se sostiene el eterno condenado de "lo imperdonable".



Perdonar es animarse a ver, a ver la humanidad del otro como veo la mía, y darse cuenta que no puedo pretender que alguien fuera conmigo en un momento dado, algo distinto de lo que su darse-cuenta en ese momento le permitía.


Y que yo tampoco podía ser distinto de como fui, no por "mala voluntad" sin por no haber visto el daño que hacía y que me hacía.



Perdonar es entonces, por fin bajar los brazos, para abrazarse sin demoras ni disimulos, dejando caer el insoportablemnte pesado fardo de los ayeres con los cuales la mente "protege" al corazón contra la vida.


Y es dicirle al otro, ya no "otro" sino igual, que yo también me equivoqué, y que lamento no haberlo visto antes, pero que no fue mala voluntad ni falta de amor, sino ceguera interior, no ver, no darme cuenta.

Y así volverlo nuestro prójimo, dejando que nuestro corazón recupere del mundo ese sagrado espacio que es el corazón del otro.


Y es recordar que un día, tal vez no tan lejano, nuestros pies y los suyos y los de todos los que hoy somos, dejarán de pisar por estas calles que hoy tan distraídamente transitamos, y entonces todas esas grandes afrentas que nunca perdonamos, cinco minutos antes de la hora de partida, no serán más que lo que siempre fueron, patéticas excusas insignificantes con las que neciamente nos impedimos amarnos sin condiciones ni demoras, sin postergarnos por postergar el florecer del corazón para después de que "la deuda" se nos hubiese pago.


Sólo quien es capaz de perdonar es capaz de perdonarse.


Y sólo quien es capaz de perdonarse es capaz de renovarse.


De recordar con el corazón, que en realidad, la inocencia nunca la perdimos, que el corazón es hoy capaz de amar igual que el primer día, como lo fuimos de niños.


Y que la vida es un presente, y que es demasiado hermosa y demasiado corta coma para desperdiciarla no amando.





Te deseo con todo mi SER: que te perdones a ti mismo/a por lo que sea que hayas hecho o dejado de hacer.


De la Vida no te preocupes, Ella nunca te juzgó, ni a ti ni a nadie; jamás te condenó por tu enfermedad, por tu no darte cuenta, y no tiene por tanto, nada que perdonarte.


Nada más temas, y por sobre todas las cosas, no temas en ser el primero en amar, y amar, y amar...



Con el afecto de siempre, para todos, TODOS...

Y mil gracias para Carlos, donde quiera que te encuentres!



Richard Mesones.

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